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“Rece por mí”. Me lo ha dicho la única vez que he podido estrechar su mano desde que estoy en Roma. Y saludarle. Será que estoy bajo el deslumbramiento de verle tan cerca, pero tengo que confesar que hasta me puse nerviosa cuando me presentaron. Si fuera un cura más no estaría escribiendo sobre él. Pero es el Papa. Y tiene la gran cualidad de hablar en español -la lengua de su corazón, dice-. Esto facilita mucho las cosas.

De mi fugaz visita como periodista al interior del Palacio Apostólico del Vaticano, me impresionó todo. Ver por sus pasillos la marcha marcial y los honores de la siempre impertérrita, perfecta, joven y organizada Guardia Suiza.

 

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El esplendor de los mármoles que adornan los suelos, los frescos en los techos, los lujos de otro tiempo, las dimensiones. Todo un patrimonio. No me extraña que Obama dijera que le pareció que tanta pompa y protocolo incomodaban a Francisco. Todo tiene un punto abrumador. Como si el peso de la historia de la Iglesia cayera sobre una. Inevitable pensar en lo que habrán visto y oídos esas paredes…
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Contrasta porque después aparece el Papa y su imagen está muy lejos de las opulencias. Viste esos zapatos casi ortopédicos de siempre. La cruz y el anillo de plata, no de oro. Bajo la sotana blanca, se transparentan los pantalones negros de sacerdote. Todo parece más natural en él. Sonríe, saluda y no parecen gustarle las reverencias. Vi como intentaba levantar a un miembro de una delegación que se empeñaba en saludarle casi arrodillado. No se anda con demasiadas tonterías. Tengo la impresión.

Acaba de cumplir su segundo año como jefe de la Iglesia católica y a estas alturas no voy a descubriros al Papa. Se ha dicho y escrito mucho ya. Cada uno de sus viajes y de sus palabras despiertan una atención que los más expertos vaticanistas hacía tiempo no recordaban. Lo cuentan también los taxistas. Desde que Francisco está en San Pedro, los Ángelus y las audiencias generales de los miércoles están más llenas.
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“Con este Papa nunca se sabe”, me dijo una colega al principio. Se salta el guión continuamente. No vale prepararse la crónica con el texto previo que va a decir, porque lo normal es que añada algo más o lo cambie. Lo hizo ante la FAO o en su multitudinario viaje a Filipinas. Tan entusiasmado estaba en un encuentro con familias, que se saltó parte del discurso preparado en inglés y fue improvisando en español. Entre otras cosas, dijo a los casados que no se olviden de ser siempre novios.

También improvisó en un encuentro con quienes habían sido niños de la calle. Ante las lágrimas de una de la jóvenes que le preguntaban por qué Dios permitía eso, contestó: “es una pregunta para la que no hay respuesta”. Dio que hablar su rueda de prensa en el avión de ese viaje. Sus palabras sobre los límites de la libertad de expresión y el ejemplo de si un amigo se mete con su madre, podría recibir un puño… o que para ser buen católico, no hay que ser como conejos -en alusión a la paternidad responsable-. Creo que se siente libre cuando suelta esas frases aunque luego, visto lo que genera, las matiza para que no haya un malentendido . Quizá más por prudencia vaticana que por él mismo.
Le veo decidido a emprender una nueva era en la Iglesia, hacerla más auténtica, coherente y transparente. Más de los pobres y las periferias, las geográficas y las espirituales. Quizá los cambios no sean todos los que muchos esperan. Sabe que es su oportunidad para intentarlo y siente que su papado, dice, será breve.

Me gusta que en lugar de en el Palacio Apostólico, siga viviendo en la residencia de Santa Marta, donde se alojan muchos religiosos que van al Vaticano, como él hacía cuando era el arzobispo Bergoglio. Cuentan que allí ya se acostumbran a encontrarse con el Papa en la cola del comedor, como uno más.

He leído también que al poco de ser elegido, Francisco salió de su apartamento por la mañana y vio en la puerta de pie, impertérrito, el guardia suizo encargado de velar por su seguridad.
-“¿Has estado de pie toda la noche, hijo?” le preguntó el Papa.
– “No toda, me he turnado con un compañero” contestó el guardia.
El Papa entró en su habitación para salir después con una silla y una tostada con mermelada para el guardia.
– “No puedo hacerlo. No nos lo permiten. Son las normas” le explicó el joven.
Francisco insistió. A fin de cuentas, recordó, en el Vaticano ahora mandaba él. El guarda se sentó.