Por Óscar Vázquez Carnero

Veo el cartel de 800 metros y aprieto los dientes como jamás lo había hecho. Enfilo desencajado los casi únicos 400 metros de subida del maratón de Chicago y preparo mentalmente la llegada. En mi mano izquierda la bandera de España. El dedo índice del brazo derecho apunta al cielo. Cruzo la meta tres horas, treinta y dos minutos y cuatro segundos después de la salida. Un instante de pequeña gloria para meses de sacrificios y un momento para la nostalgia, el recuerdo y la emoción. Una voluntaria coloca la medalla en mi pecho y afloran algunas lágrimas. Lo primero que hago es enviar un tweet. «Donde quiera que estés te gustará saber que he hecho mi octavo maratón y que he hecho mejor marca personal. En tu memoria, con tu memoria, mamá». Inmensa ciudad, carrera especial y experiencia maravillosa para los miembros del «comando berlinés» que afrontan, -en la mayoría de los casos-, su cuarto «World Marathon Majors».  Meses de dedicación para una prueba que comienza con sobresaltos mucho antes de calzarnos las zapatillas. Los primeros problemas surgen en Barajas cuando la empleada de Iberia anuncia que no puede facturar el equipaje de Ricardo porque el permiso para entrar en Estados Unidos no es válido. No sirve de nada el argumento de que la solicitud está pagada y autorizada por la Embajada. No hay tiempo para lamentos y nos ponemos manos a la obra para solventar la confusión con una nueva solicitud que tramitamos a golpe de de récord en un portátil. Todavía con el sofoco de la primera incidencia nos reunimos con el resto del grupo en la zona de embarque.

Ya en el avión me doy cuenta de que he olvidado el ordenador en el control de seguridad. Antes del despegue uno de los miembros del comando que no ha viajado a Estados Unidos me da buenas noticias. «Tu ordenador está controlado y a buen recaudo» me dice José Luis. Antes de volar, nueva sorpresa esta vez agradable. Brenda Martín anuncia vía twitter que compartimos avión y quien sabe si sueño. Tiene dorsal pero no está segura de correr por unas dolorosas molestias de ciática. El vuelo es tranquilo y un poco largo. Combatimos la pesadez con conversaciones sobre ritmos de carrera, perfil de la prueba y las inevitables comparaciones con otros maratones. El aterrizaje da la razón a quienes avisaron de que el aeropuerto de Chicago es uno de los más peligrosos para tomar tierra. A la salida, la enésima incidencia del día. Alberto, el guía del grupo de «Sportravel», no supera el control de seguridad y tiene que pasar por el «cuartelillo» de la Policía  estadounidense. Apenas media hora después sale «libre» y nos dirigimos a las  furgonetas que nos trasladarán a la ciudad. Demasiado bonito para ser verdad. Dani se ha olvidado una de las maletas en la zona de equipaje y eso demora otros tantos minutos la salida. La llegada al hotel nos da una idea de la grandeza de la ciudad. Avenidas inmensas, muchos espacios verdes y un lago, el Michigan, que por su tamaño y majestuosidad bien podría ser un mar. Estamos cansados por el viaje pero prolongamos el día para adecuarnos al cambio horario.

Decidimos madrugar un poco para rodar por la zona de salida y llegada de la prueba. Es viernes , quedan 48 horas para la cita y nos dirigimos a una feria del corredor acorde con la ciudad. Grande, cómoda, muy bien organizada y con mucho ambiente desde primera hora de la mañana.

La recogida del dorsal es todo un ritual en la memoria de cualquier «runner». Es el momento donde comienza a visualizar la experiencia . Ya no hay marcha atrás. Fotos y compras antes de disfrutar de un día turístico que incluye el tradicional paseo por el río Chicago inmortalizado por  Merkel y Rajoy durante la última Cumbre de la OTAN. También hay tiempo para subir a la torre más alta de Estados Unidos con sus más de 400 metros.

El sábado amanece con sorpresa al toparnos con dos de los grandes maratonianos en el hall del hotel. Son los que corren a más de 21 kilómetros por hora. Los verdaderos «cracks» de la prueba que aceptan, no sin titubeos, posar para una foto con parte del «comando berlinés». Hacemos turismo hasta media tarde y volvemos al hotel para preparar el altar del maratoniano,- camiseta, zapatillas, dorsal, chip, bandera y geles-, antes de disfrutar de una cena a base de hidratos. Quedan pocas horas y las previsiones apuntan frío en la salida. Apenas 4 grados que obligan a correr a los más frioleros con guantes y más de una camiseta. Tras el completo desayuno caminamos a la línea de salida para encontrarnos con Brenda y dejar nuestra bolsa del corredor.

Suena el «We Take Care of Our Own» del «Boss». El arranque  es escalonado y todos los miembros del «comando» lucen dorsal rojo que implica partir a las siete y media de la mañana. El grupo se rompe y cada uno busca su cajón de salida. En mi caso el «C» donde cientos de runners esperan con la mirada perdida y la tensión acumulada en los músculos. Suena a capela el himno de Estados Unidos y los lugareños lo escuchan emocionados con la mano en el corazón. Después, coincidiendo con el disparo de salida, el «Born to Run» de Bruce Springsteen. Toda una premonición y una buena señal. Hoy es mi día, pienso, y salgo convencido de que no puedo fallar. Detrás hay un montón de gente que me arropa y una buena razón para no entregarme en ni uno solo de los 42.195 metros. En el primer kilómetro adelanto a un hombre que está más cerca de los 80 años que de los 70. Va muy despacio pero firme. Imagino lo que le queda de sufrimiento y me sirve de ejemplo. Firmo el primer kilómetro por debajo de 4,40. Me asusto porque son 20 segundos menos que el ritmo previsto y sé que quedan más de 41 kilómetros por delante. El paso por el 5 confirma que voy muy bien y al llegar al 10 el tiempo mejora todavía más. Cruzo la línea del 15 y por primera vez soy consciente de que la marca no se puede escapar. Es el tramo más bonito.

 

 

Suenan los «Beatles», los corredores  enloquecen con el «Eye of the tiger» de la banda sonora de «Rocky 3″ y chocan sus manos con un tipo disfrazado de Elvis que intenta cantar como el «rey» . No lo hace mal pero no es lo mismo. Mantengo la media en el kilómetro 20 y me acuerdo del seguimiento que están haciendo en Madrid. Sé que los tiempos ilusionan y que deben de pensar que si aguanto el ritmo habrá marca. No sé nada del resto del «comando» pero algo me dice que Ricardo, Dani, Miguel y Juan  van bien. El reloj marca 1,42,39 al paso por el medio maratón y logro mantener el ritmo hasta el 25. Es ahora cuando realmente asoma la dureza de la prueba y me siento fuerte. Descuento uno a uno los kilómetros hasta el 30. Sigo en tiempos que jamás soñé y me anima la voz del «speaker» que megáfono en mano grita «vamos Óscar de España». El cansancio empieza a aparecer pero mantengo el ritmo hasta el 35. Falta poco pero es lo peor. Siete kilómetros para cruzar la línea de meta con la obsesión de hacer mi mejor marca personal y poder dedicársela a la persona que nos dejó hace 20 días. Sufro del 35 al 37 y afronto el último 5.000 . El agotamiento pasa factura y el ritmo decae. Me voy dejando esos segundos necesarios para terminar en la quimera del 3,30. Imposible. Los peores momentos legan del 37 al 40. Los supero y busco el último esfuerzo. A 1.000 metros de meta aparece Alberto . Ha salido de entre el público para correr a mi lado. «Vamos, Óscar, tienes el grupo de 3.30 ahí delante». Son menos de 100 metros de diferencia pero es todo un mundo. No abro la boca. Cabeceo de izquierda a derecha, incapaz de articular palabra, para decirle que  no puedo alcanzarles. Me he vaciado. No me queda nada. Sólo llegar y disfrutar del mejor maratón de mi vida. He bajado casi 7 minutos mi mejor marca. Ahora sí es el momento de sacar la bandera de mi país y mirar al cielo en busca de mi madre. Cruzo la meta en 3, 32,04 y lloro.

Me duele todo pero estoy feliz. Los voluntarios me dan agua, me ponen la manta térmica y me cuelgan la medalla antes de la foto oficial . Sigo adelante en busca de mi bolsa  y me encuentro a Ricardo. La «gacela del norte» está sentado y tranquilo. Feliz por su mejor marca personal , 3,03,12, pero incapaz  de ocultar que es un animal competitivo y que su sueño de bajar de las 3 horas se esfumó por muy poco. Suena el móvil y un radiante Dani que acaba de firmar su mejor marca personal en una «Major» , 3,18,41, me pregunta ¿qué has hecho?. Él ya lo sabe pero quiere oirlo de mi voz. Está feliz por su maratón pero, sobre todo, por el mío. «Te lo merecías» me dice después mientras nos fundimos en un abrazo. En su espalda lució un mensaje de ánimo que llega al alma, «I´m running for…mamá de Óscar». Este es el mundo «runner». Solidario, comprometido, generoso. Antes había visto a Brenda para fundirnos en otro inmenso abrazo. Una guerrera del running que no se rinde nunca. Corrió con la amenaza de la ciática y la venció para acabar su noveno maratón en unos impresionantes 3,38, 39. Aparece Miguel Ángel para demostrar que está hecho de otra pasta. Hace apenas mes y medio tuvo miedo a morir con 10 grados bajo cero y aterido de frío en las cumbres de los Alpes durante la temida prueba de ultra trail «CCC». En Chicago, aparcó sus dudas  y paró el crono en 3,29, 57. Falta Juan. Tememos que haya pinchado pero ha vuelto a tirar de coraje para terminar su cuarta «Major» en 3,35,12. Un tiempo increíble sin apenas entrenamiento.

Buscamos las fotos con el «skyline » de Chicago y queda lo mejor. Leer los mensajes de ánimo de los «runners» que han compartido pasión durante el último medio año. Esta experiencia también es la de Manu Marlasca, Miguel de Lucio, J.J. E, Marta Chavero, María Pérez y otros tantos cómplices de  sueños y vivencias.

GRACIAS

Esta no es es sólo la crónica de un maratón. Es una excusa para recordar a quien se fue y a quienes se empeñan en hacer la vida mejor y más fácil a los demás. Gracias a los miembros del «comando» que no pudieron cruzar el charco. Gracias a José Luis y Rubén por ser egoístamente generosos y pensar sólo en los demás. Gracias por ese seguimiento emocionado donde vivíais cada uno de nuestros kilómetros como si os fuera la vida en ello. Gracias a mis amigos. A los que nunca fallan. A mis «hermanos» Rafa , Juan Carlos y Javi. A Ignacio y todo mi grupo de  «Pucela». A la gente de «Onda Cero» y «Antena 3″ que se alegran de mis éxitos y sufren con mis fracasos. Gracias con el alma a Cristina, a Sole, a Ángeles, a Esperanza, a Susanna, a Carles, a Mónica, a Matías, a Lourdes, a Vicente, a Miriam, a María José, a Victor. Por vuestro inmenso corazón y por ser, por encima de todo, buenas personas. Gracias a Laura, mi entrenadora. Gracias a Pedro, mi «fisio». Gracias al grupo de «Los Ángeles». Gracias a mi familia por su comprensión, a mis hijas por devolverme la sonrisa, a mi padre por ser cómo es. Gracias a ELLA por enseñarme,- yo sólo me limito a intentarlo-, a ser honesto, digno, solidario, sacrificado y luchador.

Y gracias a quienes la cuidaron con cariño, mimo y profesionalidad desde los servicios sociales del Ayuntamiento de Valladolid. Mil gracias a Loli del Río y a María Ángeles. Me hubiera gustado decir lo mismo del servicio de oncología de los hospitales Clínico y Campo Grande pero resulta imposible ante una actitud que rozó la «mala praxis» . No pedíamos milagros. Sólo información, respeto y ayuda. Tan simple y al tiempo, al parecer, tan complicado. Lo fácil sería dar nombres y apellidos de quienes no hicieron bien su trabajo pero ELLA no estaría de acuerdo y para un chaval que creció jugando el rugby en El Salvador y maduró corriendo maratones sería imposible. Y además, el único nombre que merece cerrar esta modesta crónica es el de ELLA.  Ángeles Carnero Giralda. Mi madre.