Por Oscar Vázquez.
La mejor selección del mundo merece el mejor escenario de la historia. Anda “La Roja” empeñada en traer a casa el único título que falta en sus vitrinas. Ganar la copa Confederaciones es un tema menor. Ganarla ante Brasil en Maracaná no. Reeditar el “maracanazo” 63 años después está en las manos y pies de una generación de deportistas que simboliza un cambio de mentalidad en la sociedad española.
No hace tanto un final agónico de cualquier partido de la selección española terminaba en llanto. Era el tiempo de las decepciones. De los penaltis fallados, de goles fantasma , errores a puerta vacía y narices rotas. Tiempo de derrota, frustración y miseria. Si el resultado era cuestión de suerte siempre nos esquivaba. Huyó de nosotros durante décadas hasta que hace cinco años un chaval que jamás había lanzado una pena máxima dobló el pulso al infortunio y provocó un estallido de euforia colectiva.
La noche de 2008 en la que España eliminó a Italia por penaltis no sabíamos que la fortuna había venido hasta nosotros para quedarse. Fueron muchos quienes lloraron de alegría cuando días después Fernando Torres marcaba el gol del triunfo en la final ante Alemania. Lloraban convencidos de que ese triunfo era sólo un paréntesis en medio de un erial huérfano de alegrías. España se echó a la calle orgullosa de unos tipos que además de buenos futbolistas parecían buena gente. Y así fue como gracias a Iker, Xavi, Xabi Alonso, Busquets, Iniesta, Torres, Villa y compañía comenzamos a soñar. Se acercaba el mundial y recordábamos nuestra niñez cuando cualquier partido en el patio del colegio servía para imaginar cómo sería el gol que nos daría la copa del mundo. De pequeños soñábamos con la ingenuidad de lo que éramos: niños. Recuperamos esa candidez a medida que “La Roja” daba un paso adelante. Se levantó del traspié ante Suiza y pudo con Honduras. Y después con Chile. Llegaron entonces Paraguay y Portugal. Y pudimos con la Alemania de Merkel. Y un buen día del mes de julio de 2010 nos sentamos ante el televisor rodeados de banderas , bufandas y pinturas de guerra. Y tras una larga agonía pudimos decir, con lágrimas en los ojos, aquello que soñamos durante toda una vida: “Papá, somos campeones del mundo”
Iniesta entró en la historia y terminó de disipar todos los fantasmas que perseguían a varias generaciones de perdedores. Desde entonces, lo confieso, nuestra actitud es otra. Muy distinta pese a la voraz crisis y los seis millones de parados. Ponemos la tele, nos sentamos y esperamos a que los nuestros hagan su trabajo. Da igual que enfrente esté la tetracampeona Italia o que volvamos a jugar a la ruleta rusa con los penaltis. Da igual quien tire y quien pare. Da igual que el penalti decisivo lo lance un tipo que jamás lo había hecho antes. Da igual porque volvemos a sentirnos ganadores. Así veremos la final ante Brasil y ¡qué carajo!, así disfrutaremos pase lo que pase.
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