Por Alejandra Herránz, periodista.
Hace años, cuando no teníaniños, siempre decía cosas como: «no entiendo a esas parejas que sedividen para salir a tomar algo, tipo, hoy me toca a mí, mañana a ti. Lo quetienen que hacer es contratar un canguro, ¡¡que para eso están!!
Decía cosascomo «pues claro que la niña tiene que quedarse con la abuela. Y si llora,ya se le pasará. Los padres necesitan su espacio…»
Cosas que daba porhecho y que me parecían evidentes, al menos, en teoría.
Pero llegó la hora dela verdad, ay sí, y qué verdad. Gemelos. Dos, a la vez, los primeros y sininstrucciones.
Y llegó, ay sí, el momento de poner en práctica aquello que yohabía predicado a los cuatro vientos como una verdad absoluta. Así que, un díaque mi marido y yo teníamos una comida con amigos, mi cuñada se ofrecióamablemente a quedarse con los pequeños -de dos años- y que pasaran con ella eldía. Algo que, en ese momento, una semana antes, me pareció una idea estupenda.
Pero llegó el día. Cogimos los trastos, a los niños y nos presentamos en sucasa. Y mientras le contaba a mi cuñada dónde estaba el puré, a qué hora seríabueno que durmieran la siesta y dónde estaban los pañales, miré a uno de mishijos.
Y allí estaba, de pie, en la entrada, con la cara desencajada yempezando a sollozar como no le había visto nunca. Ni siquiera mis abrazos olos de su padre lograron en un principio calmarle. Se sorbía los mocos mientrasrespiraba a trompicones, entre lágrimas. Mi cuñada insistía en que era por algoque le había dicho sobre el perro. Pero yo supe, en ese momento, que él sehabía dado cuenta de que algo no iba bien, de que había algo raro. Sintió quelo iban a dejar allí, sólo, sin sus padres. Y nos miraba con los ojos cargadosde miedo y tristeza infinita. Poco a poco se fue calmando y en un despiste, mi cuñadame empujó hacia la puerta para que me fuera.
Así que me metí en el coche a todaprisa y mientras me ponía el cinturón, una enormes y redondas lágrimasempezaron a rodar por mis mejillas. Sabía que era lo que tenía que hacer, queellos iban a estar bien, y que se iban a divertir pero no podía evitar sentirun nudo el estómago. Mi marido me miraba entre divertido y conmovido y sin darcrédito a que, al final, resultara ser yo tan blandita.
Pasé la comida comopude, intentando tomarme a risa los comentarios de mis amigos- padres, que semofaban, sin maldad, de Mi Primera Vez.
Pero reconozco que el nudo en elestómago sólo se me fue cuando me reencontré con mis hijos unas horas mástarde. Por supuesto ellos se lo habían pasado en grande y no habían preguntadopor sus padres ni una sola vez. Yo, sin embargo, recuerdo haber pasado uno delos peores días desde que nacieron. Fue la primera y sé que no será la última.Sé que es lo que hay que hacer. Pero, ay, qué mal se pasa.
Sin comentarios