Esta es la historia de una mujer que ha llevado aquello de «en la salud y en la enfermedad» hasta donde quizá nunca imaginó. Cuando encontró un nuevo amor que le pidió casarse, ella sólo le puso una condición: que aceptara también a su primer marido.
Os cuento esto no porque se acerque San Valentín -que por cierto, no puedo con ese día- o esté de moda el tema «matrimonio abierto» a raíz de una polémica con uno de los candidatos republicanos. Destaco esta historia porque me conmovió cuando la leí en «The Washington Post», porque no deja indiferente y por las reacciones que ha provocado.

Voy al principio. Page y Robert eran un matrimonio feliz y padres de dos niñas. Pero un infarto y una embolia le dejaron a él con una lesión cerebral importante y nunca volvió a ser el mismo. No recordaba quién era ni su entorno. Podía hablar, leer y escribir, pero su cerebro se quedó como el de un niño pequeño que no crecerá.

                  Page y Robert (Matt Mcclain for «The Washington Post»)

Los dos empezaron a convivir con esta nueva realidad. El con terapia y ayuda en un centro para enfermos cerebrales donde aprendió desde lo más básico, como ducharse.  Ella pendiente de él, de su trabajo y de sus hijas, intentando ser una familia donde el padre es un «hijo» más que cuidar.



Hasta que encontró otro amor y todo pareció complicarse …o tal vez no. Su nueva ilusión era Allan, un antiguo compañero de colegio con el que se reencontró. Se enamoraron, él le pidió que se casaran y ella se vió ante un dilema: ¿cómo permitirse ser feliz y, a la vez, fiel a la promesa que en su día hizo al marido al que también quería?

                 Allan, Page y Robert      (Matt Mcclain for «The Washington Post»)

El final ya lo sabeis. Su felicidad pasaba por unirse a su nuevo amor pero manteniendo y cuidando a su esposo del que, lógicamente, tuvo que divorciarse. Dos hombres y una mujer compartiendo destino y familia. 

Antes de la boda, ella le contó a su marido que estaba pensando casarse con Allan. Él le contestó que debía hacerlo, que parecía un buena persona. Aunque es difícil saber lo que estaba entendiendo, sí preguntó qué pasaría con él. Y ella le dijo que todo seguiría como hasta entonces, pero siendo una familia más grande.

                                               (Matt Mcclain for «The Washington Post») 
La boda se celebró con la asistencia de amigos y familia de los dos, incluidos los hermanos del primer marido. El único ausente fue Robert.
 
Ella ha buscado en esta fórmula la manera de seguir adelante con sus dos realidades. Y sus hijas lo han aceptado y parecen disfrutarlo. No han perdido a su verdadero padre y además tienen a la pareja de su madre que las cuida y trata como si realmente fueran sus hijas.

El segundo marido, Allan, también ha tenido que recorrer su propio camino para dar este paso. Venía de un divorcio de su primera esposa con la que tuvo tres hijos y casarse por segunda vez con estas condiciones no debe de ser fácil. Deduzco que el amor que siente es motor más que suficiente para afrontarlo. ¿Amor o… compasión o… las dos cosas?

                  Allan con una de las hijas de Page

Al margen de lo que la familia haya tenido que ajustar, les ha caído ahora otro chaparrón. Las reacciones de los lectores del reportaje. Muchos han criticado la decisión de ella y le acusan de inmoral y de traicionar sus principios.

Otros lo aprueban y la admiran por haber sido capaz de rehacer su vida sin abandonar al marido enfermo y haciendo frente a las secuelas de una lesión cerebral.


El tono de algunos ha llegado al insulto y «The Washington Post» ha tenido que dedicarle durante dos días un espacio a esta historia para pedir respeto.


En fin. ¿Qué pensais? ¿Con quién os quedais?