El Rey Juan Carlos no debió abdicar el pasado 2 de junio. Debió de hacerlo mucho antes por España, por su hijo y por su propia memoria. Irse antes hubiera salvado su legado y habría evitado alguno de los males que acogotan a la sociedad española. Hace tiempo que la España del siglo XXI reclamaba esa “Monarquía renovada para un tiempo nuevo” prometida por el nuevo rey. Felipe VI inicia su reinado cargado de buenas intenciones y lastrado por una retahíla de problemas.
Su primer discurso dio la talla al encarar todos y cada uno de los desafíos que tendrá que afrontar. Estuvo humilde en el intento de ganarse a su pueblo, comprensivo y a la vez firme con los nacionalismos y valiente al hablar de la Corona como una institución “valiente y honesta”. El Rey dedicó gran parte de su intervención al problema territorial consciente de que es ahí donde se juega su futuro y el de su país. Felipe VI hizo los deberes pese a que la actitud de Urkullu y Mas era una respuesta más que anunciada.
Su desdén, su frialdad y su ausencia de aplausos al discurso del Monarca les delatan como lo que son. Políticos maleducados, de baja talla y muy lejos del perfil de estadistas necesarios. El nuevo Rey ya sabe que no podrá dilatar los problemas y que ni siquiera tendrá una semana de tregua. Cuatro días después de su proclamación ya conoce las intenciones del juez Castro de imputar a su hermana por blanqueo y delito fiscal. Conocerá la letra pequeña del auto judicial el miércoles y un puñado de horas después tendrá su primer aparte en Catalunya con un Artur que aparenta porte de político digno cuando en realidad está implorando un gesto del monarca para salvar la cara en un proceso suicida.
La infanta Cristina, el desafío soberanista y la situación del PSOE serán los tres grandes problemas del inicio de reinado de Felipe VI. En dos de ellos, tendrá algo que decir. No así en el proceso sucesorio socialista donde reina la amenaza de que los aspirantes a candidatos acaben enfrascados en una escalada verbal por ver quién es el más republicano.
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