Maldigo el maratón. Maldigo su crudeza. Maldigo su dureza. Mis piernas se arrastran, mi alma se vacía, mi mirada se pierde y pienso ¡nunca más!. He llevado mi cuerpo al límite durante meses para sentirme humillado en las calles de Londres. En la agonía, recuerdo algunas frases que leía Kilian Jornet antes de entrenar cada mañana. «No vale no luchar, no vale no sufrir, no vale no morir. Ha llegado la hora de sufrir, ha llegado la hora de luchar, ha llegado la hora de ganar.» Maldigo el veneno de quien te atrapa mientras sufres. Volveré.

LA BENDITA MALDICIÓN DEL MARATÓN

¡Qué jodíos estos ingleses! Conducen por la izquierda, pagan en libras y miden las distancias en millas y yardas. Tan gentlemans y tan irreverentes a la par. La pérfida albión tan suya y su capital tan nuestra desde el domingo 22 de abril. La ciudad que acepta el reto de la gran manzana. La urbe capaz de mirar de frente y desafiar al mismísimo maratón de Nueva York. Confieso que a Londres vas con prejuicios después de correr los 42.195 metros de la «gran manzana». Piensas que la cita neoyorquina es incomparable en cuanto a organización y animación. Imposible superar el encanto de la salida del puente de Verrazano con los acordes de Sinatra. Imposible superar el recorrido por los cinco barrios de la ciudad que nunca duerme. Imposible mejorar la animación en calles y plazas con decenas de bandas musicales y cientos de miles de almas en las aceras detrás de las vallas. Imposible sentirte tan héroe y protagonista en ningún lugar del mundo que no sea NYC. Imposible volver a casa con la sonrisa de quien se siente capaz de vencer cualquier adversidad  después de cruzar Staten Island, Brooklyn, Queens, el Bronx y Manhattan.

Todo parecía imposible hasta que el «comando berlinés» aterrizó  en el areopuerto de Heathrow. Llegada a Londres con la mirada al cielo soñando con la tregua en una semana que deja lluvias y amenaza viento, frío y más agua durante la prueba. Parece que la previsión no es tan pesimista a medida que se acerca la carrera. Buena premonición antes de recibir los dorsales en el bus que nos traslada a un hotel situado muy cerca del Palacio de Buckingham a pocas horas del cumpleaños de la Reina de Inglaterra. Si Isabel II se asomara al balcón de Palacio podría ver la recta final del maratón adornada con decenas de gigantescas  banderas británicas.

Otra buena señal antes de visitar una feria del corredor alejada del centro y bien organizada. No hay tanto bullicio como en Nueva York pero es correcta y sobria. Faltan 40 horas para la cita y echamos un primer vistazo a la zona de llegada donde ya esperan varias unidades móviles de televisión. Huele a maratón y en las caras de Dani, Miguel Ángel, Juan, Rubén  y José Luis asoma la tensión. En sus miradas se mezclan pasiones, sueños y miedos después de cuatro meses de durísimos  entrenamientos y sacrificios. La noche del viernes es uno de los momentos donde uno visualiza la llegada a meta y anhela cumplir sus objetivos.

El sábado para un maratoniano es lo más parecido a la jornada de reflexión para un político. El trabajo está hecho, la suerte está casi echada y solo queda esperar y cumplir con el engorroso trámite del paso de las horas  antes del ritual de la noche anterior.

Es uno de los momentos mágicos del reto. Preparo con mimo el pantalón  largo y la camiseta de las «majors» con mi nombre delante y la leyenda Valladolid-España detrás.  En el pecho, casi a la altura del corazón, una pequeña bandera en rojo y amarillo. En la muñeca derecha las pulseras que me motivarán durante 42.195 metros . Antes de dormir un «chute» de adrenalina  para los miembros del comando con una pequeña sorpresa. Una previsión personalizada del hombre del tiempo de «Antena 3″, Roberto Brasero y vídeos con mensajes de apoyo de Matías Prats, Vicente Vallés, Lourdes Maldonado, Manu Sánchez y Ainhoa Arbizu. El último toca la fibra sensible porque lo envía la madrina oficiosa del «comando berlinés», Mónica Carrillo. Antes de dormir recuerdas los mensajes de apoyo de amigos y maratonianos . Sabes que Manu Marlasca, Brenda Martín, Miguel de Lucio y Pablo Pinto estarán pendientes de tus tiempos y recuerdas al compañero de «Tele 5″ Marco Rocha cuando te advirtió : «es un gran maratón y rápido pero no es Berlín». Tomas nota e intentas conciliar el sueño. Apenas puedes. Un puñado de horas después, a lo sumo cuatro, arriba para un completo desayuno y últimos detalles antes de coger el autocar a la salida.

Amanece soleado en Londres, apenas hay viento y la lluvia saca la bandera blanca. El agua va a respetar a los 37.500 valientes. El trayecto hasta el meridiano de Greenwich se mata con conversaciones banales mezcladas con momentos de concentración extrema. En mi caso muy preocupado por las molestias en el tendón de aquiles y en un gemelo.

El lugar de salida es idílico . Un gran prado perfectamente señalizado y organizado. La primera señal a la llegada es buena. Suena el «Born in the de run» del Boos. La canción con la que hemos despertado los dos últimos días. Todo es pulcro en la salida. Los camiones guardarropa, los urinarios portátiles, los cajones de los corredores. Puntualidad, perfección y organización británica.

El grupo se divide en función de los objetivos. Unos  sueñan con acercarse a  3,15 horas. Otros con bajar de 3, 30. En mi caso no alejarme mucho de las tres horas y media.Ya no hay marcha atrás. Nos ponemos en marcha y enfilamos los dos primeros kilómetros de la prueba. Bloqueados. muy lentos por el gran número  de maratonianos que comparten la salida. «Esto en Nueva York no pasa», piensas. La frustración por la lentitud de los  2.000 primeros metros se compensa con el aliento del público. Sorprende tanto clamor nada más salir. Crees que se apagará a medida que avance la carrera y te equivocas. Primera milla, kilómetro 5, quinta milla y ni un solo metro de recorrido sin los gritos y ruidos de la gente. Me han llevado en volandas hasta el kilómetro 10. Ligeramente por encima del tiempo previsto por culpa de la salida pero con el ritmo adecuado. El tránsito del 10 al 15 se hace cómodo con José Luis siempre pendiente de que no pierda su estela. Así hasta el 19 cuando empiezo a sentir los primeros síntomas de fatiga. El medio maratón cruza el emblemático puente de Londres con la sensación de que la agonía ha comenzado demasiado pronto. Lo noto porque no disfruto de un ambiente que haría pequeño al que sienten los ciclistas cuando escalan  el Alpe d ´Huez o el Tourmalet. En una pequeña  subida donde se desata la locura colectiva empiezo e escuchar con mucha fuerza mi nombre.

«Vamos Óscar» grita una inglesa inconfudible por su acento. Busco, sin suerte, las banderas de España de nuestras seguidoras Espe, Susana y Úrsula. Noto que no voy redondo porque comienzo a perder de vista a José Luis.  Del resto del comando, Dani, Miguel, Juan y Rubén, no hay  rastro. Sus aspiraciones son otras y van bastante por delante.

En la milla 14 me cruzo con las verdaderas estrellas. El grupo de élite que firma un sprint de 42 km en cada maratón. Se acumulan los kilómetros  y tengo la sensación de que el infatigable público es también entendido y solidario. Ahora no oigo mi nombre esporádicamente. Lo escucho con mayor frecuencia porque la gente se da cuenta de que voy muy mal. Sufro en el 27, lo paso mal en el 28 y me visita el hombre del mazo en el 30. El muro. El «puto muro». Es mi séptima maratón y nunca se había presentado. De repente estoy vacío. Mi cuerpo se queda sin fuerzas, tengo hambre pero sería incapaz de comer, me duelen los músculos, arrastro las piernas .Y maldigo el maratón. Y digo nunca más. Y pienso «¡qué pinto yo aquí». Sin reservas físicas sólo queda tirar de lo espiritual. Del orgullo, de la capacidad de sacrificio, del recuerdo de todos los mensajes de apoyo. De los «followers» que me han dado ánimos y que están pendientes de mi. Sé que quedan 12 kilómetros y que hoy toca sufrir como nunca. Escucho los gritos de «Óscar» e intento sonreir agradecido. Veo a las bandas de música , a padres y abuelos ofreciendo a los corredores plátanos, naranjas y chocolatinas . Hay platos con gominolas y  caramelos y un niño con un  «sugus», puede que sea el único que tiene, dando su pequeño tesoro a los atletas. Quedan 7 kilómetros y la agonía sigue. Me he olvidado de la marca perseguida durante semanas de esfuerzo y sacrificio. Horas de gimnasio, horas de monte, horas de frío, horas robadas al sueño, a los amigos, a los tuyos. Y pienso «no puedo fallar». No del todo. No habrá marca pero tengo que llegar. No puedo entregarme.

Noto que voy desencajado porque no pasan 5 metros sin que retumbe mi nombre. Los ingleses saben que voy al límite se desgañitan para gritar con fuerza «Go, Óscar». Lo sé, soy injusto. Ni siquiera puedo agradecerlo. No quedan fuerzas ni para mirar a los lados y forzar una sonrisa. Sólo quiero llegar y que el infierno termine. En el kilómetro 37 vuelvo a escuchar mi nombre pero esta vez la voz me suena. Me giro y veo una bandera de mi país y a mi amiga Esperanza. Feliz y sonriente porque me ha visto. Un chute de moral antes del último esfuerzo. Veo el cartel de dos millas a meta. Después paso por el kilómetro 40. Ahora sí, creo que voy a llegar. Enfilo una recta inmensa y al fondo aparece la imponente belleza del Big Ben. Siento que la gente se vuelve loca antes de una avenida  que se hace eterna. Asoma el cartel de 800 metros poco después de ver como los servicios médicos se empeñan en devolver a la vida a una maratoniana de 30 años. No lo logran. El maratón se ha cobrado otra víctima. Me quedan 400 metros. Buckhingham y la última  recta. Sólo 200 metros. Maldigo al Rey EduardoVII por prolongar el maratón ese puñado de metros,- 195-, para que la prueba de los Juegos Olímpicos de 1908 terminara en Palacio. Se hacen eternos. No puedo más. Es la primera vez que no disfruto de una línea de llegada que en Londres es majestuosa. Estoy por debajo de las cuatro horas de calvario pero he llegado. Alzo los brazos en busca de una foto que pueda servir de ejemplo a mis hijas. He llegado y el crono marca unos discretos 3,58, 29. Muy lejos del objetivo perseguido pero una marca que me hace sentir feliz porque en la derrota también caben el orgullo y la grandeza. Esta vez tocó tirar de raza y fuerza de voluntad para terminar.

Camino y los voluntarios me colocan, con una monumental sonrisa, la medalla que me recuerda que estoy en año olímpico: «London 2012″. Otros se encargan de quitar los chips de los corredores. Te miman, te cuidan. No es necesario que busques la bolsa del corredor. Cuando ven tu dorsal  te lo entregan inmediatamente. De repente, aparece mi amigo Dani. Me abraza emocionado con ojos brillantes y vidriosos. Ha conseguido, 3 horas 23 minutos después de meses de tortura, suplicio y sacrificios por una lesión que amenazó con robarle su sueño de «runner». Ha derrotado a la prueba pero, sobre todo, le ha ganado el pulso a la adversidad. Cuenta que llegó a la meta y apenas podía levantar la bandera de España. Brazos en alto y rodilla en tierra para besar el suelo londinense. En pocos segundos tenía tres voluntarios a su lado que pensaban que necesitaba ayuda. Nada de eso. Estaba radiante.

 

Inmediatamente  después me topo con Rubén. Al borde del llanto y emocionado. Acaba de conocer las grandezas y miserias de una prueba única. Ha sido feliz en las calles de Londres. Ha corrido por momentos encima de una nube y ha sufrido como pocos la crudeza de su primer maratón. Prueba superada en unos encomiables  3,39. Posamos orgullosos con nuestras medallas y la bandera de España y buscamos al resto del comando. Aparecen los gemelos Miguel y Juan. El primero selló un 3,31 en su décimo cuarto maratón . Un dorsal más para su museo personal. El segundo ya puede presumir de bajar de las tras horas y media. Hay veces que dos segundos son suficientes. 3,29, 58 marca el tiempo oficial. Falta José Luis. Buscamos su abrazo y la sonrisa honesta y sevillana de quien acaba de firmar su mejor marca personal en las calles de Londres. 3 horas y 36 minutos. Todos tan destrozados como felices.

Todos reconociendo que acaban de vivir un maratón maravilloso donde han sufrido como nunca en un recorrido que no es duro pero sí traicionero. Cayó un maratón más pero no uno cualquiera. Cuando llegué a Londres pensé que era imposible superar a Nueva York. Ahora sólo quiero que nadie me pregunte si quiero más a papá o a mamá. Que nadie me pregunte si me quedo con NYC o con London. ¡Jodidos ingleses!¡Qué difícil me lo han puesto!.