JFK

Hay muchas. Algunas son tan sorprendentes que parecen venir de otra dimensión. Otras son meras coincidencias en las que ni reparamos. Todos tenemos unas cuantas que contar. Cuando los protagonistas son importantes, esas casualidades adquieren el rango de historia y se vuelven determinantes. Lo he comprobado con la saturación de cobertura sobre el  50 aniversario de la muerte de Kennedy. Detalles que adquieren relevancia después de lo que pasó.

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Por ejemplo, una frase que -recordada ahora- produce cierta aprensión. Con motivo del «Veteran’s Day» de 1963,  día dedicado a los que han luchado por este país, Kennedy acudió al homenaje oficial en el cementerio de Arlington. «Este es uno de los lugares más bonitos que hay. Podría quedarme aquí para siempre» dijo, según recoge el historiador Thurston Clarke,  en su libro «Los últimos cien días de JFK». Poco más de una semana después, Kennedy volvió a Arlington…para siempre.

Casualidad es también, lo que comentó  la misma mañana del fatídico 22-N. Antes de salir hacia Dallas, en el hotel de Fort Worth, mientras repasaba la prensa tejana y algunas informaciones que le tachaban de «traidor», soltó: «la pasada noche podría haber sido perfecta para asesinar a un presidente….estaba oscuro, con esa multitud…cualquiera podría haber sacado una pistola y disparar». Ni que lo presintiera.

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Ese día marcado para siempre en la historia, un inmigrante ruso asentado en Estados Unidos, fue a su oficina de Dallas como todas las mañanas. Al verlo, su secretaria le preguntó: «¿pero dónde está su cámara?».  «En casa» contestó él. Ella le insistió: «tiene que volver a por ella, ¿cuántas veces va a tener la oportunidad de grabar una película del presidente? «Ok, Ok, ya voy» dijo él. Y Abraham Zapruder fue a por su tomavistas y  se convirtió, sin buscarlo, en una pieza fundamental de aquel 22 de noviembre. Fue el único que filmó el momento del disparo mortal. El primero en saber que en ese instante habían matado a JFK. El famoso «frame-313 » de su película es el más  visto, analizado, escrutado y protegido de la historia. Imaginad si Zapruder no hubiera hecho caso a su secretaria.

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En la tristemente famosa plaza Dealey, en Dallas, miles de personas esperaban a que pasara la caravana presidencial. En esos minutos previos, más de uno levantó la vista y reparó que en una de las ventanas de la sexta planta del almacén de libros, había un hombre apostado con un rifle en sus manos. «Mira allí si quieres ver a un agente del servicio secreto», le dijo Arnold Rowland a su mujer. Al menos otros dos ciudadanos se dieron cuenta de que Oswald estaba ya preparado. A pesar de esta casualidad, no se les pasó por la cabeza que ese hombre del sexto piso supusiera peligro alguno.

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Tampoco la mujer del gobernador de Tejas podía imaginar que lo que le dijo a Kennedy, mientras recorrían Dallas en la limusina, iba a tener el significado que luego adquirió. Ante el recibimiento que la ciudad dedicó a la pareja presidencial, Nelly Connally se volvió y comentó: «presidente, para que luego diga que no se le quiere en Dallas». Cinco minutos más tarde, sonaron los tres disparos.

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Muy triste la casualidad de que el mismo día del entierro y funeral del 35 presidente de Estados Unidos, su hijo cumpliera 3 años. Casualidad que a la mañana siguiente apareciera un ramo de lirios sobre la tumba de JFK que nadie recordaba haber visto el día anterior. Después del sepelio, se celebró una recepción en la Casa Blanca para mandatarios y personalidades. Cuando se marchó el último, Robert Kennedy le dijo a Jackie: ¿vamos a ver a nuestro amigo? Y los dos volvieron a Arlington. Era de noche y no había nadie. La ya ex primera dama dejó las flores sobre la tumba de su marido. Al día siguiente salió de la Casa Blanca para siempre.

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Cinco años después, se convirtió en la mujer de Aristóteles Onassis. En realidad ya se habían conocido mucho antes, cuando JFK era aún congresista y, casualidad, después de que Robert Kennedy multara en 1954 al magnate griego con 7 millones de dólares por fraude al gobierno estadounidense. En el verano de 1963, después de perder a su bebé Patrick, Jackie fue a recuperarse a un crucero por el Mediterráneo con su hermana y otros invitados. Una cortesía, qué casualidad, de quien se convertiría en su segundo marido. Un pañuelo de vida.