Sin pistolas no hay cojones. El grito de rabia que simbolizó el «espíritu de Ermua» retumbó en las calles de Euskadi poco después de consumarse con un tiro en la nuca la ejecución a cámara lenta del concejal del PP, Miguel Ángel Blanco. Varias generaciones de españoles se dieron cuenta en aquellos días de julio del año 97 que era cierto. Que sin pistolas, los etarras y quienes les jaleaban no tenían cojones. Años después ha bastado un valiente alegato de un periodista para confirmar que, con el tiempo, los asesinos no han ganado arrestos. Efectivamente, sin pistolas no hay cojones. Cake Minuesa se enfrentó a 63 etarras con una simple pregunta. «¿No vais a pedir perdón?». De respuesta, la nada. El vacío intelectual y la chulería cutre de una tropa de asesinos convertida en una banda de perdedores.
Llevan la derrota y el oído escritos en su mirada por mucho que la interpretación de un Tribunal europeo les haya puesto en la calle. Perdedores después de segar cientos de vidas y consumir más de la mitad de su existencia en la cárcel a cambio de la nada. La Euskal Herria soñada se queda en las tres provincias vascas, la anexión de Navarra más lejos que nunca y la independencia del País Vasco en quimérico sueño. Su foto, formato fin de curso, es dolorosa para las víctimas y poco más. Esta vez, todos han respondido a las expectativas que rodeaban el bochornoso espectáculo del matadero de Durango. Los etarras en su eterno papel de provocadores con poca gracia, las víctimas exigiendo la prohibición y la Justicia dictando precisamente eso: justicia.
Por mucho que duela o indigne, la postura del fiscal y la decisión del juez Pedraz de autorizar el mitin-homenaje eran, Ley en mano, correctas. En un Estado libre, el derecho a la reunión es fundamental y no hace distingos entre gente de bien y asesinos con la pena cumplida. Al juez, además, hay que agradecerle que hiciera posible la foto de familia de una banda de perdedores.
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