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Tiene 35 años. Al menos eso dice, pero parece que sean 60. Desde niño padece una dolencia en un oído que le dejó sordo de un lado. En su aldea le rehuían porque creían que era un «infeccioso». Mwaka es de Nigeria y ahora está en Mineo, Sicilia. Lleva dos años así, esperando.

Espera que algún día lleguen los papeles que le reconozcan como un refugiado político. Como un ciudadano con derechos en este nuevo viejo continente. Hasta entonces espera. No puede dar marcha atrás.  No tiene posibilidad de volver a su país con una guerra de la que huyó.  Tampoco puede seguir adelante hasta que no tenga el permiso de asilo. Atrapado. A Lorenzo le dijo: «ya me da igual, si lo consigo bien, si no, da igual…me siento medio muerto». Como tantos decidió un día que había que probar. Que si se quedaba en su país, moría.  Como tantos, tantos, llegó a este lado del Mediterráno a bordo de una barcaza. Sobrevivió.

En el centro de Mineo tiene un techo, comida, y dos euros y medio al día.  Se deja entrevistar por los periodistas que estos días han invadido Sicilia.. El naufragio de un pesquero con ¿700, 800 o 900? personas a bordo han puesto de nuevo la lupa en el éxodo de los desesperados. Hasta la Unión Europea convocó una cumbre especial para ver qué hacer, para evitar más tragedias… ¿y?

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Siguen y seguirán huyendo. Confiando su suerte en manos de traficantes de personas sin escrúpulos. «No tienen otra alternativa. Estas mafias les dan la respuesta que no obtienen de la Unión Europea» me dijo el periodista italiano Giampolo Musumeci que durante años ha investigados estas redes de traficantes. A muchos les hacinan en una vieja fábrica o almacén de Libia hasta que consiguen el dinero para embarcar.  Les maltratan. Han atravesado ya el primer mar. «El de la arena del Sáhara que no es menos terrible -nos comentaba el portavoz en Italia de Save the Children-. Muchos se quedan ya en esa travesía. Nos han contado que en los camiones en los que les llevan los traficantes, si se quejan porque tienen hambre o sed, les echan fuera, les dejan en mitad del desierto. A los que sobreviven, les queda después el segundo mar, el de agua».

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Los padres de «Moussa» querían una vida mejor para su hijo de 16 años que quedarse en Sudán. Decidieron que viajara a Oslo donde tenían unos familiares. Se fiaron de un traficante que conocían. Salió de su casa el verano del año pasado. El martes llegaba a Catania a bordo de la nave «Bruno Gregoretti» de la Guardia Costera italiana. Es uno de los cuatro menores que ha sobrevivido al terrible naufragio del pasado domingo. Ha contado que antes de embarcar en Libia ya pasó por un verdadero infierno hasta llegar a ese país. Lo que vivió a bordo del pesquero naufragado es mejor no saberlo. Terminará llegando a Oslo pero nunca más será el mismo que salió de la casa de sus padres.

Lorenzo llegó ayer de Catania, después de tres días cubriendo esta información para TVE.  «Una cosa es saber lo que pasa y conocer estas noticias, pero cuando hablas con ellos, les miras a la cara, sientes su drama…te quedarías allí. A ayudar. Hacer algo…» me comenta.

Hace unas semanas, antes de que el Mediterráneo se volviera a convertir en un mar de cadáveres, estuvimos en una campaña de Médicos sin Fronteras. Con el lema «Millones de pasos» recorre Italia desde entonces para sensibilizarnos sobre estas realidades. Y lo hace con «una exposición de zapatos» que pertenecieron a quienes emprendieron esa huída y dieron, eso,  millones de pasos hacia un futuro. Hay chanclas, zapatillas, hasta patucos de bebé que se quedaron en el camino. Detrás de cada par, hay una historia de supervivencia.

«Imagina que dejas tu casa, tu país. Imagina que andas y recorres desiertos y bosques…imagina que no tienes nada, que ves a otros morir en el camino…»Hay 50 millones de refugiados en el mundo.

Escapar o morir. Dos mares. Y ocurre aquí al lado.