El día que mi hijo de 9 años me lanzó esta pregunta así, a bocajarro, me quedé sin palabras. ¿Cómo le explico yo a un renacuajo que navega como experimentado marino por Internet, que entiende mi teléfono móvil mejor que yo y que programa el DVD en segundos, que hace no muchos años, las cosas no eran así, que la tecnología iba a pedales, que tardábamos una semana en ver nuestras fotos de las vacaciones, siempre en papel (no, no intentes ampliarla con los dedos, esto no funciona así), que la consola era un mueble sobre el que dejábamos casi todo, y que un ordenador era un señor que colocaba muy bien las cosas?

 

Hijo, antes -Dios mío, ¿antes de qué? ¿antes del diluvio universal? ¿antes de Cristo?-, antes de que tú nacieras, no teníamos tantos aparatos para facilitarnos la vida. Las cosas requerían mucho más esfuerzo, más tiempo y más trabajo, aunque a veces eran más divertidas.

Por ejemplo, esa máquina de escribir que tanto te llama la atención tenía su encanto: el golpeteo de los dedos sobre las teclas, el impacto de los “tipos” sobre el papel, la campanita que te indicaba que habías llegado al margen, el sonido del carro retrocediendo para iniciar una nueva línea… Tan atractivo resultaba ese sonido que un compositor, Leroy Anderson, compuso en 1953 una pequeña obra en la que incluía una máquina de escribir como instrumento. Aquí puedes escucharla, interpretada por la orquesta de Viena, te va a sorprender:

 

Para escuchar música utilizábamos un tocadiscos… Una máquina a veces muy aparatosa sobre la que giraban los discos de vinilo (si, ésos que tu hermana la hippy compra ahora para hacerse la moderna).

Una aguja colocada en un brazo mecánico recorría los surcos y entonces ¡brotaba la música! ¡Y nos parecía un milagro!


 

No creas, también tuvimos una versión portátil, se llamaba “comediscos”. Sí, tú ríete, pero en los 70 hacían furor. Llevaban una correa que te permitía llevarlo colgado del hombro.

 

Con ellos animábamos los «guateques» (¿Que qué era eso?, te lo explicaré otro día) y escuchábamos a las estrellas del momento: Fórmula V, Los Bravos y -más adelante- los inefables Boney M. Mira qué canción era número uno en ventas por aquella época:

 

 

 


Después llegaron los radiocasettes, el no va más. Reproducían las canciones grabadas en cintas (sí, ya sé que has visto algunas por casa, las guardo como reliquias). Se atascaban con mucha frecuencia, y entonces entraba en juego el boli Bic, uno de los grandes inventos del siglo pasado, con el que podías rebobinar la cinta para evitar el fragmento deteriorado.

El paso siguiente fue el Walkman, un reproductor de cassettes que podías llevar colgado del cinturón mientras escuchabas la música con auriculares. La empresa japonesa que los inventó, SONY, ha decidido dejar de fabricarlos después de 30 años y más de 200 millones de unidades vendidas en todo el mundo.

Por aquél entonces, yo empezaba a dar muestras de cierta tecnoadicción, y conseguí hacerme con uno que se cargaba con energía solar. Te aseguro que en aquellos años, era toda una revolución. Todavía lo conservo.

Para grabar películas o programas de la tele –había pocos, pero algunos merecían la pena-, utilizábamos unas cassettes enormes. Para que te hagas una idea: en cintas de VHS, con todas las series y películas que guardamos en nuestro pequeño disco duro, podríamos empapelar esta habitación.


Los teléfonos tampoco se parecían a los de ahora. Aún recuerdo el que teníamos cuando era muy niña: negro, tenebroso… Estaba en el piso de abajo, en la biblioteca, una sala forrada con enormes estanterías de madera oscura. Bajar a contestar al teléfono era una experiencia terrorífica que me enseñó –entre otras cosas- a subir los peldaños de la escalera de tres en tres…


Pero me estoy yendo… Te decía que los teléfonos eran muy distintos: no tenían teclas y para marcar un número tenías que girar una rueda. (A mí me encantaba el ruidito que hacía al retroceder a su posición inicial)

 

¿Y los móviles? Parecían ladrillos, y no solo por su tamaño y su peso, también porque a veces resultaba más fácil comunicarse con un adoquín que con aquellos armatostes. Los primeros llevaban además una maletita que tenías que llevar colgada mientras te movías con el teléfono en la oreja. Eran en todo caso, un lujo reservado a unos pocos privilegiados.

 


Sé que ahora todos te parecen objetos de museo –algunos, de hecho, lo son- pero cada uno de estos aparatos, supuso en su día una revolución, un acontecimiento que asombraba a los jóvenes y hacía santiguarse a los mayores: “¡Dios Santo, a dónde vamos a llegar…!»


Y entonces vinieron ellos, los ordenadores, y nos cambió la vida.