Esta frase no es mía. Se la escuché a Óscar Camps, director de la ONG Proactiva Open Arms en el documental «To Kyma» dirigido por David Fontseca y Arantxa Díez. Un documental en el que muestran la labor, en la isla de Lesbos, de estos socorristas voluntarios que cada día sacan del agua a miles de refugiados, incluidos niños, mujeres y ancianos. La mayoría de las veces, vivos. Otras, por desgracia, muertos.
Reconozco que no quería ver este documental. No quería. Sabía que me iba a conmocionar, a entristecer. No encontraba el momento. Pensaba que ya tenía bastante con las imágenes de los telediarios, las fotos en los periódicos. Con nuestras tareas diarias que muchas veces nos desbordan: el trabajo, los niños, las responsabilidades. Pero hace unos días, me obligué a mí misma a verlo. Y digo bien, me obligué. El resultado fue, por una parte, el esperado: una patada en el estómago. Un mar de lágrimas de tristeza pero también de rabia, de impotencia. Tristeza por ver el dolor de esos padres y madres llevando en brazos a su hijo de apenas unos meses, aterrorizados después de haber visto de cerca la muerte. La muerte de su hijo. A su hijo asesinado por las bombas en Siria. A su hijo muriendo de hambre en la frontera con Turquía. A su hijo engullido por el mar.

Rabia de ver cómo las mafias suben a 60 personas en un bote con capacidad para 10, con chalecos de juguete, con motores que no funcionan. A los que cobran 1.000 euros por trayecto y a los que dejan a la deriva en pleno oleaje. Sin piedad. Impotencia de ver cómo los gobiernos, los que se supone que nos representan, miran hacia otro lado mientras levantan vallas, cierran fronteras y cancelan operativos de rescate. Sin vergüenza. Rabia. Impotencia. Tristeza. Todo eso sentí al ver «To Kyma».

Y sin embargo, sentí algo más. Sentí orgullo, agradecimiento, solidaridad, fe. Fe en el ser humano. Agradecimiento hacia esos voluntarios que dejaron la comodidad de su casa para viajar a Lesbos, con un traje de neopreno, y un par de aletas. Llegaron sin barco, así que empezaron a reparar botes abandonados para rescatar a otros. Y si no había barco, se lanzaban al agua para nadar hasta los refugiados. 15 horas en el agua trabajando pasan factura: dedos de los pies deformados, heridas que nunca se curan, uñas que se caen, agotamiento. Pero ante cualquier alerta, volvían al agua. Agotamiento físico pero sobre todo mental.
En «To Kyma» un socorrista cuenta, entre sollozos, cómo tuvo que dejar a un hombre en el agua porque no lograba subirlo al barco. Pesaba demasiado. Se miraron a los ojos. El socorrista sabía que tenía que dejarlo para salvar a otros. El hombre sabía que lo iban a dejar morir. Desgarrador. Real. Un rescate más en el Egeo. Un día, la proeza de estos voluntarios saltó a las redes y de allí, a los medios de comunicación. Solidaridad. Miles de personas se unieron a la causa y la ONG lleva ya recaudados más de 300.000 euros. Han podido enviar un barco, dos motos de agua, y material para los socorristas. Y continuar con su labor. «Estamos aquí porque los ciudadanos quieren que estemos». Orgullo. El pueblo salvando al pueblo.
PD: «To Kyma» es también una historia de esperanza. El socorrista y el hombre al que no logró sacar del agua se encuentran, días después, en tierra firme. Y vuelven a mirarse a los ojos. No hay rencor en ese hombre. Sólo agradecimiento. Pero el socorrista se derrumba. Eso es también ser voluntario.
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