No está en racha el Rey. Hace tiempo que se abrió la veda y desde entonces el pasatiempo favorito de republicanos, nacionalistas, «progres» y nostálgicos de antaño es atizar al monarca. Está bien que reciba críticas por cazar elefantes en medio de una situación límite. Es normal que se le reproche su pésimo talante y mala leche cuando abronca en público a su chófer. Pero no es de recibo que también se le critique cuando hace, -y muy bien-, su trabajo.

Cuando el monarca advierte del riesgo de sueños quiméricos a propósito del desafío nacionalista catalán no hace otra cosa que cumplir con su obligación recogida en la carta magna. Más de uno debería releer el artículo 56 de la Constitución. El que señala que «el Rey es el Jefe del Estado, símbolo  de su unidad y permanencia…»

 

Al saltar al cuello de Don Juan Carlos los nacionalistas retratan su debilidad y temor al tiempo que aprovechan ese escenario del «todo vale» en el que se ha convertido la yerma España huérfana de políticos capaces de pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones. Claro que entonces como retrataba  James Freeman Clarke  hablariamos de grandes estadistas y no es el caso.

 

Algún iluso ha querido comparar la escena del sofá de Moncloa entre Rajoy y Mas con la protagonizada hace 35 años por Adolfo Suárez y Josep Tarradellas. Ingenuos. Entonces, en plena transición y con el constante ruido de sables, hubo políticos que renunciaron a algunos de sus dogmas más profundos en aras de la convivencia. Algo impensable hoy en día. Quizás porque entonces los mejores se dedicaban a la política. Ahora, los mejores buscan refugio en la empresa privada donde encuentran respeto, prestigio y en algún caso dinero.

Que la clase política es absolutamente prescindible lo demuestra el hecho de que frenar el escarceo independentista  del irresponsable Mas depende, por encima de todo, de lo que decida un grupo de poderosos empresarios catalanes. Obligados,- más allá de ideas y simpatías personales-, a defender el «mercado único». Será difícil que escuchemos a algún insigne empresario jurar lealtad eterna a España. Será difícil porque conocen el riesgo del linchamiento público si osan hablar con cariño y admiración de España en esta Catalunya cada vez más sectaria donde el respeto sólo es posible si votas a CIU o Esquerra Republicana. La cobardía, entendible, se ha instalado en una sociedad cautiva de un sueño independentista  y temerosa de un negro presente y un incierto futuro.